Deboleena Roy, investigadora posdoctoral del Instituto de Ciencias Médicas de la Universidad de Toronto, se encontraba en el laboratorio cuando pasó algo extraño. Estaba de pie frente a una campana de extracción de gases, sosteniendo la manija de la puerta de una incubadora con las manos cubiertas por guantes de látex.
Dentro de la incubadora había cientos de células de rata bien alimentadas que gozaban los cálidos 37º C del entorno. Cuando se hace trabajo in vitro, es habitual desechar las células cultivadas sobrantes —que pueden multiplicarse con rapidez— y sólo mantener con vida una pequeña porción para experimentos futuros, que es lo que en biología se conoce como “subcultivo”.
Ese día, Roy estaba en pleno proceso de subcultivo celular —transfiriendo pequeños cultivos de neuronas hipotalámicas a cajas de Petri frescas y desechando el resto— cuando tuvo una revelación: las neuronas estaban prosperando en el cálido baño de nutrientes y ella estaba a punto de sacarlas de ahí y matarlas. “Evité abrir la puerta durante unos cuantos segundos espinosos, y entonces me di cuenta de lo absurda que era la situación”, escribió después. La trascendencia de esa decisión, esa crisis ontológica que en la actualidad Roy describe como “la pausa”, determinaría el resto de su carrera.
Se supone que, si trabajas en biología, debes mantener cierta distancia con respecto a tus sujetos de estudio, ya sean ratones, bacterias o una humilde célula. Sin embargo, durante la pausa, Roy perdió ese piso.
En parte tuvo que ver con el ritmo. Cada seis horas, medía las secreciones hormonales cíclicas de las neuronas; cada tres o cuatro días, las “podaba” para controlar su proliferación. Había empezado a sentir ese ritmo hasta en la médula. La interacción entre Roy y las células era como una especie de danza, una maraña arremolinada que la hacía cuestionar su propia objetividad como observadora científica y la llevaba al laboratorio en horarios inusuales. “Eran las dos de la mañana”, recuerda durante nuestra conversación por Zoom. “Mientras sostenía la puerta de la incubadora, pensé de pronto: ¿qué estoy haciendo?”.
Hoy día, Roy es directora académica del College of Arts and Sciences de Emory, en Atlanta, Georgia. Aunque hace años que cambió el trabajo de laboratorio por la teoría —y ahora imparte clases de estudios de género y sexualidad en Emory, además de ser catedrática en neurociencias—, conserva buenos recuerdos de sus años como bióloga practicante. Esa experiencia forjó su forma de pensar y ocupa un espacio prominente en su libro de 2018, Molecular Feminisms, en el cual esboza una filosofía feminista de la ciencia, la ética y el vasto mundo no humano.
Según me contó, la pausa que hizo Roy ese día tuvo que ver con algo más que culpa. Cuando era una joven científica, se negaba a matar animales, pero había hecho las paces con el proceso de los subcultivos que eran indispensables para la investigación en la que se basaba su tesis. La crisis que tuvo junto a la incubadora fue producto de la revelación, repentina y desorientadora, de que su relación con esas células no era unilateral. Sus ciclos de crecimiento, división y muerte regulaban su vida. La tenían atrapada. Ella influía en las células, pero las células también influían en ella, y el impacto que tenían en su cotidianidad había sido tan profundo que de pronto ya no tenía claro quién le estaba haciendo qué a quién.
“Soy científica, así que se supone que debería ser quien se encarga del conocimiento”, comentó Roy. “Pero, de hecho, creo que las células también estaban experimentando conmigo.”
Condiciones de laboratorio
En el laboratorio, los científicos hacen acuerdos recíprocos con las células: ellos proveen o retiran las condiciones que permiten que la vida prospere; y, a su vez, las células revelan su comportamiento bajo circunstancias novedosas. Sin duda es un tipo de relación, aunque no precisamente saludable.
En ciencias sociales hay cada vez más consenso de que cualquier recuento de la existencia humana que ignore la interacción con otras formas de vida está incompleto. La antropología ha empezado a incluir actores no humanos en su campo de trabajo, como por ejemplo en las amplias etnografías multiespecíficas que dan seguimiento a las relaciones ecológicas y culturales entre seres humanos y plantas, animales, hongos, bacterias y hasta virus. ¿Sería posible incorporar una visión similar para influir en el ecosistema altamente controlado de los laboratorios?
Roy no es la primera bióloga que ha sentido una punzada de empatía por sus sujetos de estudio, y la compleja sensación de enmarañamiento que describió tampoco es nueva. La citogenetista Barbara McClintock creía en lo que denominaba “sensibilidad hacia el organismo”, lo cual es parte vital de ser un buen científico. El emblemático trabajo de McClintock a mediados de siglo XX evidenció la base cromosómica de la genética, y aunque su descubrimiento de los elementos genéticos móviles en un principio fue recibido con escepticismo, la hizo merecedora del premio Nobel en 1983.
Ella eligió trabajar con maíz, cuyas mazorcas coloridas expresan de forma muy visible los rasgos genéticos de la planta. En el transcurso de varios años, llegó a conocer —con “enorme agrado”— cada una de las plantas que vivían en el campo de cultivo experimental del laboratorio de Cold Spring Harbor, donde realizó sus investigaciones durante más de medio siglo. Los ciclos de vida de sus plantas eran mucho más prolongados que los de otros sujetos experimentales que se suelen usar para el estudio de la genética, como las moscas de la fruta. Gracias a eso, pudo conocer a profundidad sus plantas y estudiarlas muy de cerca.
McClintock estaba igual de absorta con el mundo oculto de los cromosomas del maíz al que sólo se podía acceder con un microscopio. Tal como las plantas del campo, los cromosomas estaban en constante cambio y eran sensibles a las alteraciones ambientales. Ella les recriminaba a otros científicos que intentaban “imponer una respuesta” a lo que veían, y prefería volverse “parte del sistema” y permitir que las respuestas simplemente llegaran. Al dedicar tiempo a observarlas y tener la apertura suficiente para permitir que las plantas hablaran por sí mismas, así como la paciencia necesaria para escucharlas, McClintock desarrolló una sensibilidad extraordinaria hacia los cambios ínfimos de sus colaboradoras no humanos.
Ese tipo de sensibilidad es inusual y le confirió a McClintock la reputación de mística, aunque su único poder mágico era la paciencia para observar los misterios de la vida en sus despliegues más mundanos.
Muchas otras personas han alcanzado estados similares de percepción agudizada a través de medios artificiales. En un ensayo en el que relata su primera experiencia con el LSD, el ícono contracultural Elizabeth Gips contó que pasó varias horas sentada bajo un árbol, examinando con embeleso un insecto diminuto: “Un pequeñísimo bicho verde se aferra a una brizna de pasto; es tan pequeño que hace que los pulgones parezcan gigantes”. Y añadió: “Nunca antes algo tan pequeño me había permitido verlo”.
Aunque esta observación fuera hecha lejos de un laboratorio, se alinea con la noción que tenía McClintock de su papel como científica: entre más de cerca y más concienzudamente mires el mundo, más cosas te permitirá ver.
Como bien señala Evelyn Fox Keller, biógrafa de McClintock, la profunda intimidad que desarrolló McClintock con sus plantas de maíz durante años de estrecha colaboración amplió su visión —tanto en sentido literal como figurado— y le permitió tanto trascender las limitaciones humanas, como observar los ínfimos cambios genéticos que ocurren en el maíz. Y esto no implicaba dejar de lado la objetividad científica, sino que fue resultado de una observación científica persistente y dedicada. Otra consecuencia —tal vez imprevista— fue la sensación abrumadora de la interconexión de todas las cosas. Una vez que desarrolló aquella afinidad con el maíz, fue muy difícil desenmarañarse. “Básicamente todo es uno”, le explicó McClintock a Keller. “Cada vez que camino sobre el pasto, me siento mal porque sé que el pasto me está gritando.”
En Molecular Feminisms, Roy ahonda en el tipo de cuestionamientos de McClintock para explorar la noción misma de taxonomía científica y la verdadera utilidad de la práctica de marcar fronteras inamovibles entre organismos. En su opinión, la taxonomía no sólo nos aliena a los seres humanos del mundo natural, sino que crea jerarquías donde no las hay en realidad. No hay una gran cadena del ser, sino que toda la vida es interdependiente. “Quizá la pregunta no sea si hay diferencias entre humanos, animales, agua, elementos orgánicos y demás, sino cómo concebimos dichas diferencias”, argumenta Roy. “¿Elegimos concebirlas como diferencias de grado o diferencias de tipo?”
Replantear las jerarquías
Asignarles valor a la diferencias es una elección humana. En lugar de imaginarnos en la cima de una jerarquía biológica, podemos también ponernos a nivel de suelo, en un plano horizontal continuo. Ese cambio de perspectiva podría ayudarnos a ver los enmarañamientos con más claridad. Aunque seamos distintos al maíz, la supervivencia de muchas culturas humanas ha dependido de él. Como bien señala la filósofa feminista Donna Haraway, “ser uno es siempre devenir en muchos”. El llamado a la continuidad con el mundo no humano bien puede ser una provocación filosófica por parte de Roy, pero también es un fuerte recordatorio de que somos vida influyendo en sí misma.
Roy sugiere que, en lugar de preguntarnos qué es un organismo a nivel taxonómico, quizá nos beneficiaría más preguntarnos qué es capaz de hacer. Aunque históricamente la ciencia se ha enfocado en identidades y esencias fijas, trabajar como bióloga puso a Roy en contacto con “actuantes materiales” —entidades vivas como genes, hormonas, bacterias y células— que es más útil describir como procesos. Entre más profundizas con el microscopio, más enredadas se vuelven las líneas entre sujeto y observador, y más parece que la vida misma está definida por la capacidad de cambio que compartimos todos. Como bien escribe Roy, la vida es un suceso.
La biología, en cambio, no lo es. Tal como argumenta Fox Keller, la mentalidad científica occidental de nuestros tiempos está fundamentada en las visiones mecanicistas de Descartes —quien comparaba los aullidos de un perro herido con el sonido de una máquina que no funciona bien— y Francis Bacon, cuya retórica, señala Keller en un artículo muy influyente, “conjunta la dominación de la naturaleza con la insistente feminización de la imagen de la naturaleza”. Esta concepción de la ciencia como proceso para controlar y subyugar un mundo carente de sensibilidad ha mantenido su influencia a lo largo de los siglos. Sin embargo, la obra de McClintock demuestra que las y los científicos también pueden elegir entablar una conversación con la naturaleza y escuchar con detenimiento su respuesta. Desde hace mucho tiempo, esta perspectiva ha formado parte de visiones indígenas de la realidad que ven el mundo como una serie de relaciones de reciprocidad mutua.
En este mundo vivo todos estamos entrelazados, pero quienes lo estudian lo están por partida doble. A veces se experimenta este enmarañamiento como una comunión: una científica lo suficientemente sensible puede incluso empezar a sentir que el pasto mismo le grita que deje de aplastarlo. Cabe mencionar que Barbara McClintock ocupó una posición marginal durante décadas, hasta que sus detalladas observaciones fueron validadas por otros biólogos moleculares.
En la academia, muchas personas han interpretado el desmantelamiento de las pulsiones dominantes en la ciencia como un proyecto feminista, pero también tiene que ver con aprender a enfrentar las sensaciones de inestabilidad, de cambio, de devenir mutuo. Es complejo acoger esta incertidumbre en el mundo de la investigación orientada a los resultados o cuando enfrentamos la presión institucional de publicar hallazgos concretos. Roy tiene la libertad de plantear estas preguntas, en parte porque se ha posicionado como una académica interdisciplinaria. Sin embargo, esforzarnos por mostrar sensibilidad hacia los organismos en su plenitud no es meramente una postura filosófica, sino que también puede tener ventajas prácticas.
Sarah Richardson es una bióloga molecular cuya empresa de bioingeniería, MicroByre, se dedica a domesticar bacterias silvestres para uso industrial. Al igual que McClintock, Richardson prefiere permitir que los organismos hablen por sí mismos y estudiar de dónde vienen las bacterias, qué motiva su comportamiento y qué requieren para prosperar. En lugar de dominarlas, las domestica con la esperanza de que la humanidad y las bacterias puedan colaborar —como parte de una simbiosis mejorada— para producir materiales útiles, descomponer desperdicios y salvar al mundo.
Durante nuestra conversación por Zoom, su gato menea la cola de un lado al otro frente a la pantalla, como un centinela. Mientras señala a su gato, Richardson me explica que la domesticación es un acuerdo mutuamente benéfico. Los biólogos no necesitan explotar organismos modelo —como la E. coli y las levaduras— ni obligarlos a trascender sus capacidades naturales, pues hay muchas bacterias silvestres en el mundo que podrían hacerlo mejor. Sólo hay que convencerlas con algo de empatía, afirma Richardson. Encontrar bacterias silvestres es como entablar un primer contacto con especies alienígenas: “Hay que aprender el contexto de cada una. Y para eso tienes que dejar tu ego de lado”.
Richardson espera algún día entrenar bacterias silvestres para convertir biomasas no utilizadas en petroquímicos. Mucho antes de la invención de la secuenciación genética, McClintock había descubierto la existencia de los transposones, que son secuencias de ADN capaces de cambiar su posición dentro de un genoma. Y el proceso de subcultivo celular de Roy la ayudó a descubrir nuevas formas de comunicación entre receptores de estrógeno, moléculas de estrógeno y neuronas secretoras de GnRH en el cerebro. Estas científicas nos demuestran que hay formas de interacción con el mundo no humano, e incluso formas de sacarle provecho que surgen de un respeto fundamental hacia la vida. Para ello sólo es necesario renegociar el poder y tener la voluntad de tratar a nuestras contrapartes en el laboratorio —ya sean células u organismos completos— como colaboradoras.
La empatía no es meramente una cuestión de vida o muerte, sino una disposición hacia nuestras contrapartes no humanas en el laboratorio que puede ayudarnos a plantear nuevas preguntas. Richardson me comentó que aspira a ser empática, pero que no quiere que eso se vuelva paralizante. En vez de eso, quiere que la empatía impulse su curiosidad por los organismos que estudia: “La empatía tiene que ser menos una cosa de ‘¡Ay, mierda, los estoy matando!’ y más una cosa de ‘Para empezar, ¿por qué se estaban comportando así?’”.
Tan pronto empiezo a comentar algo sobre Barbara McClintock, Richardson asiente, me interrumpe y cita: “La sensibilidad hacia el organismo”. Me cuenta que tuvo la fortuna de familiarizarse con las ideas de McClintock cuando estaba en el bachillerato e hizo una estancia estudiantil en un laboratorio de biología molecular de Johns Hopkins. Aunque su empresa integra la automatización y el aprendizaje mecánico a sus procesos, Richard siente que está cultivando una sensibilidad hacia cada organismo en su laboratorio, tal como hizo McClintock.
En su opinión, si quieres triunfar en el mundo de la bioingeniería, resulta más fácil colaborar con la vida que ir en su contra. A fin de cuentas, la hostilidad biológica suele evolucionar y convertirse en intercambio, además de que muchos procesos biológicos fundamentales surgen de la simbiosis gradual de adversarios. La evolución puede estar motivada tanto por relaciones de cooperación entre organismos como por relaciones de competencia. Y aunque no siempre entendamos a cabalidad la naturaleza de dicha simbiosis, llevamos siglos aprovechándola; desde la domesticación de perros y gatos hasta la hibridación de rosas y la transformación del maíz silvestre en variedades para consumo.
Richardson voltea la cámara de la computadora hacia un costado para mostrarme a su gato dormido. “Si un perro menea la cola, significa una cosa; si un gato menea la cola, significa otra. Y hay que tener la sensibilidad necesaria para percibirlo”, comenta. “Quienes lo descifraron por primera vez se dedicaban a la bioingeniería. Hay que concebir a quienes integraron eso a nuestra conciencia como biólogos y bioingenieros que nos enseñaron a tener sensibilidad hacia el organismo”. Luego, mira con cariño a su gato: “Así fue como obtuvimos a este tontorrón”.
Cuando domesticamos otras formas de vida, negociamos un acuerdo: casa y comida a cambio de afecto, sustento o protección. Pero esta transacción no nos define ni tampoco a nuestras mascotas. De hecho, quienes tienen gatos saben que hasta el atigrado más manso tiene sus propios misterios.
Roy señala que el proceso de domesticación puede conllevar puntos ciegos: “En todos nuestros laboratorios tenemos muestras de E. coli domesticada y creemos que usamos la maquinaria de ese organismo para nuestros propios fines. Pero ¿qué hay de las otras partes de la vida de esos organismos a las que no les estamos prestando atención?”.
En su libro, Roy señala que la biología, la genética y la bioingeniería se consolidaron como disciplinas en torno a la premisa de que la vida es un texto que organismos como las bacterias pueden editar, reescribir y hasta traducir. Precisamente para eso se cultiva E. coli en laboratorios de biología sintética: para transcribir ADN y traducir ARN. No obstante, “una vez que las bacterias realizan su tarea de transcripción, recombinación o edición de genes, de inmediato las aniquilan para extraer las proteínas valiosas que llevan dentro”.
Roy argumenta que abordar a nuestras contrapartes en el laboratorio con una lente tan mecanicista y sólo considerarlas dignas de nuestro cuidado y atención cuando son productivas es una oportunidad desaprovechada. La forma en que tratamos al microcosmos es el reflejo de nuestra actitud hacia el macrocosmos. “Hemos considerado que algunos seres humanos son mejores que otros”, comenta Roy, haciendo alusión al papel que desempeñó la biología molecular en la historia de la eugenesia. “Hemos considerado que algunos rasgos humanos no son valiosos ni productivos sólo porque somos incapaces de entender o valorar su utilidad.”
Cuando cuestionamos las jerarquías y las taxonomías, incluso a nivel molecular, practicamos un acto radical de humildad que también se manifiesta en nuestras interacciones humanas. Según Roy, concebirnos como uno de muchos es un proyecto para toda la vida. Domesticado, silvestre, sujeto, observadora: de cierto modo, todos somos portadores de los patrones de la vida. Y, al desplazar deliberadamente a la humanidad del centro, irónicamente nos volvemos más humanos.